Hace trece
años, cuando Maryann, mi mujer, y yo estábamos poniendo en marcha nuestro salón
de peluquería en Greenspoint Mall un vietnamita solía pasar todos los días para
vendernos pastelillos. Apenas hablaba inglés, pero siempre se mostraba amistoso
y, valiéndonos de sonrisas y signos, conseguíamos entendernos. Su nombre era Le
Van Vu.
Durante el
día, Le trabajaba en una panadería y por la noche su mujer y él escuchaban
cintas para aprender inglés. Después supe que ambos dormían sobre unos sacos
llenos de serrín, en el suelo de la trastienda de la panadería.
En Vietnam
la familia Van Vu era una de las más ricas del sudeste asiático. Eran
propietarios de casi un tercio de Vietnam del Norte, incluyendo grandes
participaciones en la industria, además de tener inversiones inmobiliarias. Sin
embargo, después de que su padre fuera brutalmente asesinado, Le se mudó a
Vietnam del Sur con su madre y allí estudió hasta convertirse en abogado.
Como su
padre, Le fue prosperando. Tuvo la oportunidad de construir edificios para
alojar a la colonia, en continua expansión, de norteamericanos en Vietnam del
Sur, y no tardó en ser uno de los constructores de más éxito en todo el país.
Sin
embargo, durante un viaje a Vietnam del Norte fue capturado y enviado a prisión
durante tres años. Consiguió escapar matando a cinco soldados y se las arregló
para regresar a Vietnam del Sur, donde volvieron a arrestarlo. Para el gobierno
survietnamita, había pasado a ser un infiltrado del norte.
Tras haber
cumplido su condena, Le fundó una compañía pesquera y terminó por convertirse
en el fabricante de conservas de pescado más importante del país.
Cuando supo
que las tropas y el personal de la embajada de los Estados Unidos estaban a
punto de retirarse de Vietnam, Le tomó una decisión que cambió su vida.
Reunió todo
el oro que secretamente había ido acumulando, lo cargó a bordo de uno de sus
barcos pesqueros y navegó hasta llegar a uno de los barcos norteamericanos
anclados en el puerto. Entonces, cambió todas sus riquezas por un pasaje que le
llevara de Vietnam a las Filipinas, donde él y su mujer fueron alojados en un
campamento de refugiados.
Tras
habérselas arreglado para contactar con el presidente de las islas, le
convenció de que le confiara uno de sus barcos y volvió a dedicarse al negocio
de la pesca. Dos años más tarde, antes de partir de las islas con destino a los
Estados Unidos (el sueño de su vida), Le había conseguido dar un gran impulso a
toda la industria pesquera filipina.
Camino de
los Estados Unidos, empezó a inquietarse y a deprimirse ante la idea de tener
que empezar de cero una vez más. Su mujer cuenta cómo lo encontró una vez junto
a la barandilla del barco, a punto de arrojarse al mar.
—Le —lo
increpó—, si haces eso, ¿qué será de mí? Hace tanto tiempo que estamos juntos,
hemos compartido tantas cosas, que también podremos salir de esta situación.
Ése fue
todo el estímulo que necesitaba Le Van Vu.
Cuando él y
su mujer llegaron a Houston, en 1972, estaban sin un céntimo y no hablaban
inglés. Entre los vietnamitas es norma que la familia se ocupe de la
familia, de modo que Le y su mujer se encontraron cómodamente instalados en la
trastienda de la panadería que tenía su primo en el Greenspoint Malí.
Nosotros acabábamos de abrir nuestra peluquería a no más de
sesenta metros de allí.
Y ésta es la parte que conocemos como moraleja:
El primo de Le les ofreció que trabajaran en su panadería.
Deducidos los impuestos, Le llevaría a casa ciento setenta y cinco dólares
semanales, y su mujer ciento veinticinco. Dicho de otra manera, que tendrían un
ingreso anual de quince mil seiscientos dólares. Además, el primo se ofreció a
venderles la panadería tan pronto como pudieran darle una entrada de treinta
mil dólares en efectivo y él les financiaría el resto de la deuda, noventa mil
dólares.
He aquí lo que hicieron Le y su mujer:
Aunque tenían un ingreso semanal de trescientos dólares,
decidieron seguir viviendo en la trastienda. Durante dos años se lavaron en los
baños públicos del barrio y su dieta se basó, casi exclusivamente, en los
productos de la panadería.
Cada año, durante esa etapa, vivieron con un total (sí, con
un total) de seiscientos dólares, para poder ahorrar los treinta mil en
efectivo para la entrada.
Después, Le explicó cuál había sido su razonamiento:
—Si buscábamos un apartamento, que nos hubiera costado
trescientos dólares por semana, teníamos que pagar el alquiler y, además,
comprar muebles. También tendríamos que pensar en el transporte para ir y
volver del trabajo, lo cual significaba comprar un coche. Entonces deberíamos
pensar en la gasolina y en el seguro del coche. Probablemente querríamos ir a
visitar
distintos lugares con el coche y para eso hay que tener ropa
y otros detalles. Yo sabía que, si nos mudábamos a un apartamento, jamás
llegaríamos a reunir los treinta mil dólares.
Si el lector piensa que ya sabe todo lo que se puede saber
de Le, debo decirle que todavía hay más: Después de ahorrar los treinta mil
dólares y comprar la panadería, Le y su mujer volvieron a hablar en serio.
Todavía le debían noventa mil dólares a su primo, dijo Le, y por más difíciles
que hubieran sido los dos últimos años, tenían que seguir viviendo un año más
en aquella trastienda.
Estoy
orgulloso de deciros que, en un solo año, mi amigo y mentor Le Van Vu y su
mujer, ahorrando hasta el último céntimo de los beneficios de su negocio,
saldaron los noventa mil dólares y que, exactamente en tres años, fueron
propietarios de un negocio sumamente rentable y completamente libre de deudas.
Entonces, y
sólo entonces, la pareja salió en busca de su primer apartamento. Hasta
el día de hoy siguen ahorrando regularmente, viven con un porcentaje muy
reducido de sus ingresos y, sin duda alguna, pagan siempre todas sus compras al
contado.
¿Quizá
piense el lector que Le Van Vu ha terminado por hacerse millonario? Pues
no; me encanta decir que es multimillonario.

Comentarios
Publicar un comentario