Estaba a
punto de terminar mis estudios universitarios cuando volví a casa por Navidad,
con la perspectiva de pasar una grata y entretenida quincena junto a mis dos
hermanos. Tan entusiasmados estábamos ante la perspectiva de estar juntos que
nos ofrecimos a atender la tienda para que mi madre y mi padre pudieran
tomarse, después de muchos años, su primer día libre. El día antes de que los
dos se fueran a Boston, mi padre hizo un aparte conmigo en el pequeño despacho
situado detrás de la tienda.
La habitación era tan pequeña que en ella no cabía
nada más que un piano y un diván convertible en cama. En realidad, cuando se
desplegaba la cama, la habitación quedaba completamente ocupada y uno sólo
podía sentarse al pie de la cama para tocar el piano. Mi padre buscó detrás del
viejo piano vertical y sacó una caja de puros, la abrió y me mostró una serie
de artículos de periódico. Yo había leído tantas novelas policíacas de Nancy Drew
que abrí los ojos como un búho, intrigada por la caja oculta y su contenido.
—¿Qué son?
—pregunté.
—Son
artículos que he escrito y algunas cartas al director que me han publicado —me
respondió con seriedad.
Cuando me
puse a leerlos, vi que al final de cada artículo, pulcramente recortado, estaba
la firma de Walter Chapman, Esq.
—¿Por qué
no me dijiste que habías escrito esto? —le pregunté.
—Porque no
quería que tu madre lo supiera. Ella siempre me ha dicho que como no he
recibido la educación suficiente, no debía intentar escribir. Además, yo habría
querido ocupar algún cargo político, pero ella me dijo que no debía intentarlo.
Me imagino que tenía miedo de que me sintiera infeliz si no conseguía mis
objetivos. Quería intentarlo porque me hacía gracia. Pensé que podía escribir
sin que ella se enterase y lo hice. Recortaba cada artículo que aparecía
impreso y lo guardaba en esta caja. Sabía que algún día le enseñaría mis
artículos a alguien y ese alguien eres tú.
Se quedó
mirándome mientras yo leía rápidamente algunos artículos y cuando levanté la
vista sus grandes ojos azules estaban húmedos.
—Pero
sospecho que la última vez me metí con algo demasiado grande — añadió.
—¿No has
escrito nada más?
—Sí, envié
algunas sugerencias a la revista de la parroquia sobre cómo se podría elegir
con más justicia la comisión nacional. Hace tres meses que las envié y sospecho
que me he metido en algo que me supera.
Era algo
tan novedoso en mi padre, siempre propenso a la diversión, que yo no sabía qué
decir. Salí del paso con un…
—Quizá
todavía recibas una respuesta.
—Tal vez,
pero no me quedaré esperando —tras una sonrisita y un guiño, volvió a cerrar la
caja de puros y a ocultarla en el espacio de detrás del piano.
A la mañana
siguiente, nuestros padres se fueron en al autobús a la estación donde tenían
que tomar un tren hacia Boston. Jim, Ron y yo nos encargamos de la tienda y yo
seguí pensando en la caja. Nunca había pensado que a mi padre le gustara
escribir. No se lo conté a mis hermanos; era un secreto entre mi padre y yo. El
Misterio de la Caja Oculta.
Esa noche,
muy tarde, al mirar a la calle desde el escaparate de la tienda, vi que mi
madre bajaba del autobús... sola. Cruzó la plaza y entró rápidamente en la
tienda.
—¿Dónde
está papá? —preguntamos al unísono.
—Vuestro
padre ha muerto —respondió sin una lágrima.
Incrédulos,
fuimos tras ella a la cocina, donde nos contó que habían estado caminando por
la estación del metro de Park Street, en medio de una multitud de gente, cuando
mi padre cayó al suelo. Una enfermera se inclinó sobre él, miró a mi madre y le
dijo simplemente:
—Está
muerto.
Aturdida,
ella se quedó junto a él, sin saber qué hacer mientras la gente tropezaba con
el cadáver en su precipitación por coger el metro. Un sacerdote dijo que
llamaría a la policía y desapareció. Mi madre estuvo inmóvil, vigilando el
cuerpo, durante casi una hora, hasta que, finalmente, vino una ambulancia y los
llevó a ambos hasta el depósito, donde ella pudo registrarle los bolsillos y
recuperar
su reloj. Después volvió a casa, sola. Nos contó la tremenda historia sin
derramar una lágrima. Para ella, ocultar la emoción había sido siempre cuestión
de disciplina y motivo de orgullo. Tampoco nosotros lloramos y nos turnamos
para atender a los clientes.
Uno de
ellos nos preguntó:
—¿Dónde
está el viejo?
—Ha muerto
—respondí.
—Lo siento
—comentó, y se fue.
Aunque yo
no pensaba en él como en «el viejo» y la pregunta me puso furiosa, papá tenía
setenta años y mi madre sólo cincuenta. Él siempre había sido un hombre sano y
feliz, y se había ocupado siempre, sin quejarse, de su frágil mujer. Ahora se
había ido. Ya no lo oiríamos silbar ni cantar himnos mientras ordenaba los
estantes. El «viejo» se había ido.
La mañana
del funeral me quedé sentada en la tienda, abriendo tarjetas de saludo y
pegándolas en un libro de recortes, cuando descubrí que en la pila del correo
estaba la revista de la iglesia.
Normalmente,
yo jamás hubiera abierto lo que consideraba una aburrida publicación religiosa,
pero pensé que quizá su artículo estuviera allí... y allí estaba.
Me llevé la
revista al pequeño despacho, cerré la puerta y comencé a llorar.
Había sido
valiente, pero ver las osadas recomendaciones de papá a la convención nacional,
ya impresas, fue más de lo que podía soportar. Las leí y releí mientras
lloraba. Retiré la caja de detrás del piano y debajo de los recortes encontré
una carta de dos páginas que el reverendo Henry Cabot Lodge había escrito a mi
padre, agradeciéndole sus sugerencias para la campaña.
No le he
contado a nadie una palabra sobre la caja de recortes; sigue siendo un secreto
entre mi padre y yo.

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