Era un
discípulo honesto. Moraba en su corazón el afán de perfeccionamiento. Un
anochecer, cuando las chicharras quebraban el silencio de la tarde, acudió a la
modesta casita de un yogui y llamó a la puerta.
--¿Quién
es? -preguntó el yogui.
--Soy yo,
respetado maestro. He venido para que me proporciones instrucción espiritual.
--No estás
lo suficientemente maduro -replicó el yogui sin abrir la puerta-. Retírate un
año a una cueva y medita. Medita sin descanso.
Luego,
regresa y te daré instrucción. Al principio, el discípulo se desanimó, pero era
un verdadero buscador, de esos que no ceden en su empeño y rastrean la verdad
aun a riesgo de su vida. Así que obedeció al yogui.
Buscó una
cueva en la falda de la montaña y durante un año se sumió en meditación
profunda. Aprendió a estar consigo mismo; se ejercitó en el Ser.
Sobrevinieron
las lluvias del monzón.
Por ellas supo el discípulo que había transcurrido un año desde que llegara a la cueva. Abandonó la misma y se puso en marcha hacia la casita del maestro. Llamó a la puerta.
Por ellas supo el discípulo que había transcurrido un año desde que llegara a la cueva. Abandonó la misma y se puso en marcha hacia la casita del maestro. Llamó a la puerta.
--¿Quién
es? -preguntó el yogui.
--Soy tú
-repuso el discípulo.
--Si es así
-dijo el yogui-, entra. No había lugar en esta casa para dos yoes.
*El Maestro
dice: Más allá de la mente y el pensamiento está el Ser.
Y en el Ser
todos los seres.

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